En “La náusea”, Jean Paul Sartre hace la siguiente observación: “No creo que el oficio de historiador predisponga al análisis psicológico. En nuestro trabajo solo tenemos que vérnoslas con sentimientos a los cuales se aplican nombres genéricos, como ambición, interés.”
A la lista que plantea Sartre a manera de ejemplo, se pueden añadir nombres genéricos que despiertan maravillosa adhesión, como si frotáramos la Lámpara de Aladino. Así, entre los títulos que tienen una milagrosa trayectoria están “justicia”, “igualdad” o “cambio”; el efecto es instantáneo… Basta con invocar alguno (o mejor todos) para que cualquiera se convierta en militante de la integridad, aunque sea un pordiosero de la virtud… La moraleja es que nadie es “malo” en términos generales; se trata simplemente de usar palabras consagradas por el uso vulgar para ser “bueno”.
Cito dos casos para ilustrar la idea: 1) Hace varios años, leí un análisis irrefutable sobre la mejor forma de administrar un país. La terminología empleada era impecable; sin embargo, la verdadera sorpresa estaba al final del texto, en la firma del autor: “Al Capone”. 2) No hace mucho, el anfitrión de una cena burocrática de fin de año, hizo este comentario: “cuando tienes invitados, y escuchas a alguien hablar con insistencia “contra la corrupción”, hay que contar los cubiertos que quedan al final de la comida”
Fuente: Roberto Barbery Anaya.