En un asombroso paralelismo, el Papa Francisco expulsa a un Cardenal crítico a sus reformas en el Vaticano, de su residencia; dejando al señor de 75 años hasta desprovisto de su salario. Mientras que en Nicaragua, el Dictador Rafael Ortega manda a sus esbirros judiciales a sentenciar a 26 años de cárcel a un Obispo por sus prédicas desafiantes contra el régimen.
Estos actos revelan similitudes inquietantes en comportamientos autoritarios, planteando preguntas sobre el ejercicio del poder tanto en la iglesia como en el ámbito político, y sus implicaciones en la libertad de expresión y disenso.
La expulsión de un cardenal sólo por no coincidir con las políticas del máximo Pontífice, plantea una paradoja inquietante. Se espera que la iglesia, bajo su liderazgo, encarne principios de compasión y apertura al diálogo, pero esta acción refleja un comportamiento más cercano al de un dictador que a un líder espiritual.
Su intolerancia hacia la crítica no sólo contradice valores de tolerancia y comprensión que la iglesia debería promover. La figura del Papa, como símbolo de guía espiritual, no puede dar nota de totalitarismo e intolerancia; pues plantea un dilema ético sobre la coherencia entre las acciones de los líderes religiosos y los principios fundamentales que representan.
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