…en el rincón de una celda un hombre vive sus últimos minutos, solo, como cuando salió del vientre, mientras espera ser “ejecutado”. Entra el Capellán para cumplir el rito Histórico de ocasión. El condenado, mientras oye con creciente impaciencia la voz del burócrata religioso, como un murmullo ajeno, impersonal, abstracto, resuelve concluir para sí mismo: “En cada uno de los cabellos de mi novia hay más verdad que en todas las certezas del Capellán”
Es el desenlace filosófico de “El extranjero”, la obra más difundida del Premio Nobel de Literatura, Albert Camus. El drama se plantea en Argelia, cuando todavía es una Colonia francesa…
¿Qué tiene que ver este relato de ficción con lo que ocurre el 1º de mayo de 1877, en un rincón perdido en los confines de la extensa geografía boliviana?
Allí, en una suerte de paréntesis casi irreal en medio de la selva, Andrés Ibáñez vive sus últimos minutos, solo, como cuando salió del vientre, mientras espera ser “ejecutado”. No piensa en el tráfico ajeno, impersonal, abstracto de la Historia. Como si intuyera lo que todavía no ha escrito Camus, parece saber que un mártir sólo tiene dos posibilidades: ser olvidado o ser utilizado; comprendido, nunca…
Entonces concentra la fuerza de su espíritu, casi exánime, en escribir una Carta, que ya tendría que formar parte de los legados más preciosos de la filosofía existencial. El texto irrefutable, breve y sencillo, dice simplemente así:
San Diego 1º de mayo de 1877
A la señora Angélica Roca
Hoy se ha leído y notificada mi sentencia de muerte, así que ésta la recibirás después de ella. Los últimos latidos del corazón que va a dejar esta vida no se consagran, sino al ser huérfano que uno deja. Ayer escapé de la muerte, pero esto no había sido sino un aplazamiento.
Escucha y lee mi último adiós: Resignación.
Se feliz en nuestra común desgracia, te encargo vivas al lado de mi familia que ella por el cariño que me ha tenido, te sustentará.
Consuela a mi hija Leocadita y los otros.
No puedo escribir más largo, desfallece
tu Andrés.
Adiós. Muero
En su inspiración final, Andrés Ibáñez no tiene tiempo para arengas multitudinarias de Plaza, reconvenciones beatas de cura o acrobacias fariseas de corbata. Es un hombre singular y universal, como cualquiera (aunque casi nadie lo sepa), movido por un sentimiento único, intransferible (“no endosable”), que no encontrará jamás consuelo, ni en el nombre oficial de una provincia, ni en el rostro perfecto de una estatua…
Aunque su último gesto en el paredón de fusilamiento “deba” ser de guerra, Andrés Ibáñez, en su hora final, es un desertor de la Historia.
Fuente: Roberto Barbery Anaya.