Los únicos límites que me intimidan, son parte del umbral metafísico de Borges, cuando se pregunta, melancólico, si volverá a caminar por una emoción íntima, antes que el tiempo, inexorable, clausure sus pasos…
Uno de los límites de mi pasión singular es Buenos Aires. Cada vez que llego, venzo un límite, y cada vez que tengo que partir, se renueva un límite– ¿volveré?
Hace unos días lo vencí, una vez más, cuando volví a sentarme en los dos bancos de madera que hay en la esquina de José Hernández y 11 de setiembre de 1888, a pocas cuadras de donde no hace mucho vivía. Y luego, cuando viajé al centro de la ciudad, en la línea verde del subte, rodeado de la magia de los músicos ambulantes –igual que cuando era estudiante…
Sin embargo, hay algunos límites de Buenos Aires, que parece que ya no conseguiré vencer. Aun más allá de mi eterno retorno. Así, como les conté en una crónica anterior, la sucursal de la preciosa librería “Las mil y una hojas”, que había en Luis María Campos, ya no está… Tampoco el delicado “Cine Arte” de la Avenida Cabildo, que ahora se ha convertido en un espacio más de películas comerciales, aunque mantenga su nombre anterior – la cruzada de la época para que nadie se salve de consumir lo mismo es implacable…
Pero también, una vez más, volví a escuchar “Adiós Nonino”, en la versión de la maravillosa orquesta de “Tango Porteño” – y “Por una cabeza”, y…
La última noche, mientras agotaba las calles para no irme, alcance a oír, una vez más, a Borges: “Alto en la sombra vi el reloj de una torre; en el gran disco luminoso no había guarismos ni agujas.”
Fuente: Roberto Barbery Anaya.