(A los lectores de Borges)
Los especialistas que no conocen la obra de Borges, toman como un rasgo de modestia, que haya confesado, reiteradamente, que sus libros se limitan a repetir algunos temas. Yo creo que fue una broma definitiva. Algo así como una ironía final.
Lo prueba que sus textos, en prosa y en verso, se refieren, circularmente, al tiempo circular, a la falta de sustancia del tiempo, a la unidad del ser, a la falta de sustancia del ser, al coraje de los orilleros, a la trivialidad de los orilleros, a los laberintos ingeniosamente premeditados, al laberinto cotidiano de existir, a la disputa inabarcable entre el azar, la voluntad y el destino, a los espejos que nos devuelven una cara, a los espejos que nos devuelven un enigma, a la indiferencia estética de los tigres, a la Política como falta de imaginación, a una moneda que se hunde en el Río de la Plata, a un poeta sajón, que se priva de luchar contra los vikingos, para que alguien cante a la posteridad el heroísmo de una batalla, a exóticos personajes del medio oriente y del lejano oriente que alternan con los otros, a la ridícula temeridad de los nacionalismos de Estado y de los nacionalismos de Provincia, a la tristeza inquebrantable de amar y de no ser amado, a la dicha inevitable de amar y de ser amado, a la pobreza desentendida y a la riqueza desapercibida, al ajedrez como fuga del tedio, al suicido como posibilidad abstracta, a la música como reencuentro de la plenitud, a la amistad, que goza de la paradoja de no frecuentarse habitualmente, a la valentía de su abuelo para inmolarse, el Coronel Francisco Borges, a la valentía de su bisabuelo para vencer en Junín, el Coronel Manuel Isidoro Suárez, al genio de Macedonio Fernández, a la erudición de Cansinos Assens, a la voluntad de Schopenhauer, al panteísmo de Spinoza, a la perplejidad de Kafka, a la psicología de Dostoievski, a los milagros de Wells, al río de Heráclito, a la gracia de Wilde, al Hacedor, que no sería otro que Homero, a la inmortalidad del gato, que no conoce el pasado, el presente o el futuro, a la aristocracia del frío y a la candente mañana de febrero, a los asombros menores del genero policial, a una tarde en Adrogué, al malentendido de los piadosos, que no ven que Dante solo quería ser digno a los ojos de Beatriz, a una tarde en Paso Molino, al malentendido de los helenistas, que no ven que Ulises solo quería que Penélope vuelva a dormir sobre el pecho de su rey, a la gimnasia metafísica de caminar la noche, a evitar la aliteración, como una delicada superstición de la literatura, a un fin irrevocable en el delta de Tigre, a la sabiduría cobarde de las multitudes, a flagrantes bienhechores de pueblo “como el que sabemos”, al pánico de Asterión cuando se encuentra con la plebe, anónima, a padecer cien años de soledad, al horror de que la muerte no sea absoluta, a un adiós sin énfasis, al misterio necesario de ser autodidacta, a la biblioteca de su padre que ve con ojos infantiles, al discreto accidente que derivó en un cuadro febril, como antesala de su versión existencial de El sur, a la Biblioteca Nacional que ve con ojos sin luz, al Sartre que eludió, a su invencible y escandalosa comparación de la “literatura comprometida” con la “equitación protestante”, al humor presocrático y a la desconfianza de Platón, a su recelo previsible de Freud, a los nueve años que pasó como auxiliar en una biblioteca municipal (los recuerda como una sola tarde), al rubor de la sangre cuando presiente el mar, a su resignación para ignorar lo que la mayor parte de la gente sabe, y para saber lo que la mayor parte de la gente ignora, al hombre que no tiene nada que ver con el niño que una vez ofendió a otro, al perdón que solo se puede conseguir de uno mismo, a su intolerancia sin concesiones con la demagogia (aunque le cueste el Premio Nobel), al ascenso de Auxiliar de Biblioteca a Inspector de Aves y Conejos en los Mercados (peldaño revolucionario que declinó), a postular que lo peor de las dictaduras es que fomentan la estupidez, a miserias cotidianas de las que nos puede librar un atroz redentor, a su aversión del estilo barroco (que un escritor ostenta en sus inicios), a la convicción de que no todos los hombres pueden ascender a individuos, a una culpa literaria por la ejecución de un desertor que ordenó su abuelo, a Francisco y a Isidoro, los otros nombres exagerados de Jorge Luis, a Shakespeare, que como Él, es muchos y nadie, a un amigo, don Nicolás Paredes, un orillero de verdad, al Arroyo Maldonado, que, afortunadamente, ha sido entubado, a la curiosidad intelectual sin límites, a la Historia de la filosofía occidental de Russell, a la casualidad y a la Trama, a la incertidumbre de vivir (y morir) entre el álgebra y la luna, a un punto fulgurante en el que converge simultáneamente todo (¿tienen sentido las cosas fuera del tiempo sucesivo?), a la sospecha de que los hombres monos se parecen a sus predecesores, a la hipótesis jerárquica de que los trebejos son movidos por los ajedrecistas, quienes, a su vez, son movidos por una economía divina, que, a su vez, es movida por otra economía divina, a la utopía de un hombre que está cansado, a presentir (sin anhelar) un escenario metafísico donde lo esperan el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero, a prevenir que los doctores están menos atentos a lo estético que a la conversión de la gente, a sus diálogos y a sus silencios con Sábato, a la nostalgia del siglo XIX, a su evocación de Carriego, a cada uno de los tomos de la Enciclopedia Británica, a la misericordia de la Editorial Procusto, a los cuentos de Scheherazade, al globo terráqueo que perteneció a José Ingenieros, al último andén de Constitución, a las ruinas circulares de los sueños, al Tango que prefiere sentir y no pensar, a fragmentos de un evangelio apócrifo, a un conquistador que sale de occidente y muere en el medio oriente o en el lejano oriente o en el fin del mundo, a festejar inclusive en las calles la liberación de París, a la sospecha de que los hombres son instrumentos de los cuchillos, “a la primera frescura del otoño, después de la opresión del verano”, a intuir que hay un espejo que lo ha visto por última vez, a la idea de que ser de alguna parte es un acto de fe, a resbalar por la tarde de Montevideo “como el cansancio por la piedad de un declive”, a un Dios que detiene el Tiempo (permitiendo que transcurra en el alma de un hombre para que concluya un libro), a la vindicación del rol de Judas en la Trama, a la observación de los sueños con atención y negligencia, a la sospecha de que Julio Cesar y un orillero traicionado son formas de un mismo arquetipo, a escuchar el tono delicado del hecho estético (“esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”), a extenuar los hallazgos de la inteligencia religiosa (“Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio”), a sentarse a pensar a orillas del Charles o a orillas del Ródano porque es igual pero es distinto, a presentir que somos ese montón de espejos rotos, a la travesura de plantear que cuatro salidas de Siddhartha y cuatro figuras didácticas no condicen con los hábitos del azar, a poseer por primera y última vez la imagen de una discípula de Ibsen, a la idea de que nadie puede tener algo o de que nada puede perderse, a las provincias que se parecen a las otras hasta en aquello de creer que son distintas, a un policía que recupera la memoria y se pone a luchar del lado de Martín Fierro, a la salida de este laberinto, a su relación ambivalente con Nietzsche, al inglés que heredó, al castellano que no evitó, al francés que le tocó, al alemán que eligió, al latín que veneró, a las etimologías que descubrió, al lunfardo del que abominó (por constituir una reciente superstición de la literatura), a Uruguay, a Ginebra, a Cambridge, a Islandia y a Buenos Aires, claro…,
Bueno, el propio Borges, cuando reflexiona sobre “La fama” que lo persigue, sugiere que la tradición universal se remonta a ordenar cinco o seis metáforas, ¿no?
Fuente: Roberto Barbery Anaya.