En la publicación anterior no busqué ser exhaustivo. El laberinto de Borges es infinito. Sólo se pueden dar algunos ejemplos. Lo prueba que sus textos, en prosa y en verso, se refieren, circularmente,
a Heráclito, que tiene fama de “oscuro” (recuerdo que Heidegger atribuye esa fama al rencor de la gente cuando no entiende algo crucial), a Ulises, cuando llega a la Casa de Hades (me parece que en ese límite candente, un ciego le dice que, en la vida de todo hombre, es más importante el viaje que el destino), al invierno, que hace que se sienta digno del heroísmo de sus antepasados, a la idea cabal de que el profeta ciego que está en la Casa de Hades, también está en el Olimpo, a encontrar inspiración en las calles de Londres, que en su imaginación es “un laberinto roto”, a la Memoria de Angélica, nostálgico de un porvenir que se fue, a los caminos íntimos de su sangre, al luto de sí mismo, por los futuros que ya no hay, a Montevideo, “ciudad que se oye como un verso”, al calor, que envilece a cualquiera, a ese “misterioso hermano”, el espejo, a la tradición de Edimburgo, al crepúsculo íntimo de una tarde en algún puerto, a sentirse un bárbaro en Japón, a las pesadillas, intrusas, que desvirtúan el rubor del sueño, al Parque Lezama, en San Telmo, a la Misericordia de la ceguera, que lo exime de ver en el espejo la ruina de los años, a los libros que ha leído, porque piensa que está mejor expresado en ellos que en los que ha escrito, a la Misericordia de la ceguera, que lo exime de los días burocráticos, y lo confina a su memoria, ubicua, a la ironía de la ceguera, que le permite ver pesadillas, al apremio de la inspiración sin una carga horaria, a confirmar que un gran escritor es un mejor lector (“A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”, dice), a cultivar la memoria y el olvido (“…no hay otra venganza que el olvido/ni otro perdón. Un dios ha concedido/al odio humano esta curiosa llave.”, dice), a descreer de la virtud de amenazar con remolinos de fuego, a un tigre que vio en el zoológico de Palermo, a reconsiderar el caso del Ulises de Dante, que está en el Infierno por haber navegado mares desconocidos, a descreer de la virtud de sobornar con algún Paraíso, a considerar que el que viaja más allá de los límites permitidos comete un suicido encubierto (se pregunta si el misterio también alcanza de algún modo a Dante), a un cuchillo que aguarda, pacientemente, en una vitrina, a imaginar divinidades que nos tocan y nos dejan, al presentimiento de que los justos no saben que lo son, a…
Fuente: Roberto Barbery Anaya.