Le parecía inútil pensar al respecto. “El culto a la violencia no es una opción; es un destino”, se dijo, satisfecho, sin apartar la vista del tamaño de sus manos.
Luego quedó aún más tranquilo, al observar que lo mismo se podía decir de cualquier trayectoria. “Supongo que Borges no podía haber sido otra cosa que escritor”, concluyó.
Pero antes de dormir, volvió a sentir un poco de fastidio. Haber trabajado, en más de un audaz operativo, con el Servicio de Inteligencia del país que dirigió a los Aliados, cuando era un héroe del panteón de guerra nazi, no terminaba de convencerlo del todo.
Luego recordó que, inclusive, había trabajado con el Servicio de Inteligencia de Israel, en un audaz operativo para secuestrar a un prominente científico nazi, que estaba al servicio de los planes militares del gobierno de Egipto. “Bueno, la misión fue una celada que requería mi discreta colaboración; no desluce, en lo más mínimo, el audaz operativo que me reportó fama mundial: el rescate de Mussolini en el Gran Sasso”, concluyó.
Pero lo que le dio paz irrevocable fue la siguiente fórmula: “Ser un mercenario no es una opción; es un destino. A mí sólo me puede matar el cigarrillo”, concluyó, en forma definitiva, sin apartar la vista de la cajetilla.
Murió de cáncer, condenado por todos y protegido por todos. Su deceso, en Madrid, fue un testimonio plurinacional de repudio y de fe.
El Tiempo, hecho de memoria y olvido, no sabe si estas cosas ocurrieron o si son las ruinas de un sueño.
Fuente: Roberto Barbery Anaya.