(A los lectores de Borges)
No es una primicia nacer, transcurrir y desaparecer. La originalidad, por lo general, radica en las perspectivas para abordar los mismos temas. Esa es la riqueza laberíntica, por ejemplo, de Borges. Lo prueba que sus textos, en prosa y en verso, se refieren, circularmente,
a la incertidumbre que se esfuma cuando una mujer lo ha besado, a evocar el canto de un ruiseñor atravesado por la espina de una rosa, al temor reverencial por lo que es hermoso, al tiempo irreparable de una lágrima, a la discreta virtud de usar la espada para escribir versos, a Pitágoras, cuando rebela que “la forma del tiempo es la del círculo”, a la luna, fiel a los ojos de la incertidumbre, a insinuar que las letras no existen en los libros que están cerrados, al ruiseñor, sin importar su origen, a prevenir que el tiempo no alcanza para releer más de media docena de libros, a la odisea íntima de un magnicida, a presentir que los únicos paraísos que podemos alcanzar son los paraísos perdidos, a la espada gloriosa de la Historia, tan porfiada, a comparar los versos de Heine con la música de un ruiseñor (ahora recuerdo que el hermano mayor de Lenin, antes de ser ejecutado, pidió que lo dejen leer un poema de Heine), al horror de salir de la biblioteca de su padre para ir a la escuela (me parece que es el mismo horror que describe Cioran, cuando tuvo que partir de la aldea perdida de la misericordia en la que transcurrió su infancia), a su recelo de las piruetas del Estado y de las bagatelas del Paraíso, a la Memoria cabal de su padre y a la sonrisa cotidiana de su madre, a su falta de entusiasmo burocrático y revolucionario, a su falta de entusiasmo burocrático y religioso, a la dignidad de su madre y de su hermana en un incidente con la policía revolucionaria, a la justicia de la suerte y a la clarividencia del hastío (“Otra cosa no soy que esas imágenes/que baraja el azar y nombra el tedio”, dice), a intuir que en toda existencia hay por lo menos un segundo de plenitud (“Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es”, dice), a un Título de su obra, que parece casual, pero que le da cierta unidad a las cosas, dispersas (quizá igual que aquí), a la indiferencia de la rutina con las caras infinitas del universo, a rehuir la tentación “plañidera” de la ceguera, a la furia del trueno y a la cobardía de la plegaria, al truculento enigma de los sueños, a la idea musical de Angelus Silesius (“La rosa es sin por qué“), al truculento enigma de la vigilia, a la feliz ambivalencia de vivir entre lo clásico y lo romántico, a restaurar el valor musical de las palabras, a pensar que en el altillo “hay una llave que ha perdido su puerta”, a la increíble aventura de morir sin temor y sin fe, a la memoria y a la esperanza (esas formas prestigiosas de la esclavitud, ¿no?), a tocarse la barba con la mano y a preguntarse si está vivo o muerto, a la “poesía del pensamiento” (diría Ezequiel de Olaso), al giro metafísico que puede haber en lo cotidiano, a sus bromas insoportables (como aquella de que su primera lectura del Caballero de la triste figura fue en inglés), a no entusiasmarse con el folclore de la pobreza (cuando recibe una hojas para el mate, como bono extraordinario por su trabajo de bibliotecario), al peón de estancia que tiene que matar a un tigre (desafío que se repite circularmente, como la jornada de cualquiera), a la herencia irrefutable que recibió de su padre (el anarquismo individualista, en efecto), a la idea generosa de que todas las personas inteligentes son muy bondadosas (como su padre, en efecto), a creer en la virtud de las traducciones para mejorar a un autor célebre, al Caín que insiste en pedir perdón y al Abel que no recuerda nada (seguramente, porque cualquiera puede ser víctima, no es ningún mérito; la virtud de Abel consistiría en no ser esclavo del rencor), al diálogo secreto entre un poeta oriental, el desierto, la lluvia, Asterión, un poeta menor, el Génesis, Nortumbria, Miguel de Cervantes, el oeste, Estancia El Retiro, un prisionero, MACBETH, un espía y otros misterios que, en apariencia, no tienen nada en común…, a la desilusión inconfesable de Dante, que luego de pasar nueve infiernos y siete purgatorios, se encuentra con una Beatriz muy beata, a desconfiar de García Lorca por su aire de “andaluz profesional”, a pertenecer a la estirpe que no ve con los ojos (igual que Tiresias, igual que Groussac, igual que su padre), a su ironía delicada y fulminante, a la nostalgia de Heráclito cuando padece su tiempo cotidiano, a un desterrado que solo tiene la voluntad de Schopenhauer para vencer a un argentino profesional, al poeta que no se mutila para figurar en el inventario de una regla, a las armas de Schopenhauer para luchar contra lo inabarcable, a la cadencia de la noche, que apaga la ferocidad del sol, a saber que aún puede despertar de la vigilia, a elegir la versión indescifrable de lo que lo rodea (en vez de la caricatura misteriosa de la Trinidad), al temor reverencial por lo que es hermoso, a ver en todas las cosas un eco de su incertidumbre, a…
Fuente: Roberto Barbery Anaya.