La Paz, 07 de noviembre de 202 (ABI).- Alfredo Jauregui aprieta un crucifico en su diestra y repite en silencio el Padre Nuestro, mientras un pelotón de fusilamiento enfila sus armas para atravesarle el pecho.
Es el sábado 5 de noviembre de 1927 y unas 6.000 personas han llegado a la polvorienta planicie del Polígono de Aviación en los Altos de La Paz para ver el macabro espectáculo.
El pelotón ya ha cumplido dos órdenes de su comandante –“preparen, apunten”– y aguardan la tercera y definitiva: ¡Fuego!
12 horas antes de la ejecución
Alfredo Jauregui, de 27 años, permanece en la oscura Celda de la Muerte. Desea ver a su madre, que tiene, para este momento, un nombre poético: Dolores.
“Hoy este hombre ya no nos pertenece”, escribía El Diario.
El País, más generoso, pedía “piedad para el condenado”. Y La Razón se preguntaba: ¿Fusilarlo, para qué?
6 horas antes de la ejecución
En la capilla del panóptico de San Pedro, a las tres de la madrugada se le permitió confesarse con el canónigo Teodosio Sáez.
– Mamita, exclamó Alfredo al ingresar al templo, cayendo de rodillas ante la imagen a quien clama: “Tú sabes que soy inocente, ayúdame, mamita”.
Al fondo dos cirios iluminan amargamente el lugar. A la izquierda hay una mesa y encima de ella un vaso con agua. A la derecha se abre una puertecita que conduce a la sacristía. En uno de los muros cuelga un Cristo crucificado que las llamas de las velas deforman e iluminan de cuando en cuando.
Desde el altar mayor, la Virgen extiende sus brazos a los que le rezan. El canónigo Sáenz ha puesto entre las manos de Alfredo un crucifijo.Él lo ha besado con fervor y ha dicho en voz alta: “Señor, tú sabes que soy inocente”.
Las palabras del reo resuenan en el silencio de la capilla. Murmullos lejanos apenas interrumpen el silencio del templo.
El bolillo de la muerte
El país aguarda el fallo en el largo juicio contra los procesados por la muerte del general José Manuel Pando. La máxima condena por asesinato es diez años de prisión y los hermanos Juan y Alfredo Jauregui, Néstor Villegas y Simón Choque ya la han cumplido. Aguardan ser liberados.
La justicia decide, sin embargo, que se sometan a un sorteo público para que a uno de ellos se le fusile y a los otros se les destierre.
El Diario informa que hoy, 25 de octubre de 1927, “la mano del destino extraerá de un ánfora el macabro bolillo con el nombre de un condenado a muerte”.
El Norte anticipa que “una multitud contendrá el aliento en el Palacio de Justicia de La Paz al conocer el nombre del infortunado”.
Las previsiones de prensa se cumplen al detalle. Miles de personas se han volcado al edifico de los juzgados y calles adyacentes; la escalinata, los pasillos y la sala de audiencias del caso Pando están repletas de curiosos y la Policía impone el orden al caos y manda callar a la bulliciosa masa.
Damas de la caridad y amigos se acercan a Juan y Alfredo Jauregui, a Néstor Villegas y Simón Choque para expresarles su apoyo y solidaridad.
La prensa se preocupa, en cambio, de recoger las voces de los condenados.
Simón Choque, con una barba canosa, aclara que no pide gracia de la justicia y que nada sabe del crimen: “Me someto al sorteo confiado en la justicia del cielo”, dice tranquilo.
Juan Jauregui, pálido y delgado, informa que ha presentado un recurso legal para que el proceso termine: “Y espero que el sorteo, que es una pantomima, no se realice”.
Néstor Villegas es el de mayor edad del grupo. Se ve tranquilo y sereno: “Somos inocentes, confiamos en la providencia”.
Alfredo Jauregui sonríe melancólicamente. Pulcramente vestido, hace constar su inocencia.
“Yo y mis compañeros somos los más infelices. Este es un caso monstruoso”, sostiene.
La audiencia se inicia. El piso de madera cruje, las puertas rechinan y algunos vidrios se rompen. El juez Benedicto Tamayo agita la campanilla. Se leen los últimos requerimientos y el auto definitivo.
Juan Jauregui pide la palabra e insiste en el recurso de apelación que han presentado él y sus compañeros. El Presidente de la República –le recuerdan– es el único facultado para conmutar la pena de muerte.
El juez Tamayo prosigue la audiencia y pide a un representante de la prensa que llene en un papel el nombre de los acusados, lo fraccione y que la suerte se encargue del orden para escoger los bolillos de la muerte.
Y la suerte decide el fatal orden: Juan Jauregui, Néstor Villegas, Simón Choque y Alfredo Jauregui.
El fiscal Uría muestra los cuatro bolillos y pide que se compruebe su igualdad: son del mismo tamaño, tres blancos y uno negro.
Juan Jauregui extrae el primer bolillo, lo aprieta en su mano derecha, gira la cabeza, ignora al público y se retira. El fiscal le ordena que muestre a la multitud el bolillo y así lo hace: es blanco.
Néstor avanza torpemente hacia el ánfora. Saca el bolillo y lo muestra: blanco.
El público aplaude.
Simón choque, firme, introduce la mano en la caja negra y extrae el bolillo, no está preocupado. Levanta el brazo y lo muestra: “Blanco, blanco”, exclama la gente.
Se sabe ya quién es el condenado a muerte. Por unos instantes reina la completa indecisión. El secretario no sabe si llamar al cuarto reo.
Alfredo se ve, en último término, obligado a completar el trámite. Un profundo silencio se impone en la sala cuando se levanta de su asiento. Se dirige hacia el ánfora y con una sonrisa triste extrae el fatídico bolo negro. Lo muestra y regresa a ocupar su puesto en el banquillo.
En medio del escándalo, se da por concluido el trámite judicial.
Al día siguiente El Diario comenta: “La bolilla negra –dolorosa paradoja– ha correspondido al más joven, al que demostró ser verdaderamente inocente, al más bueno, como decía el público angustiado por la extraña fatalidad del caso”.
Cuatro horas antes la ejecución
El acusado sale del penal de San Pedro rumbo a su fatal destino. La comitiva atraviesa la ciudad dejando tras de sí el eco apresurado del golpeteo de caballos sobre el duro pavimento. Una niebla tenue está desparramada en la ciudad, pero a medida que se asciende a los Altos de La Paz se hace más densa y va envolviendo con su manto blanco a la caravana.
Abajo, en la hoyada paceña, hay miles de puntos luminosos y la población duerme sumergida en aparente calma.
Después de 25 minutos la caravana arriba a las puertas de la Escuela Militar de Aviación en cuyo polígono está el lugar de la ejecución. El capitán jefe de guardia alcanza una taza con café al canónigo Teodosio Sáenz, pero éste se la entrega al condenado. Alfredo, que tiembla de frío, pide una copa de algo más fuerte para que le reanime. Sólo hay coñac.
Diez años antes, sábado 16 de junio de 1917
Es media tarde y Francisca Quispe entrega a la Policía un fino caballo blanco correctamente ensillado, con alforjas y una manta nueva de lana dentro.
La joven campesina encontró al animal vagando en los Altos de La Paz, y pide una gratificación. La Policía ve inscrita en la montura las iniciales J.P., conforma una comisión y comprueba la versión de Francisca concluyendo que nada sabe del caso.
El lunes el rastrillaje se extiende a Achocalla y el Kendo. En este caserío unos vecinos declaran que un caballero, con un animal blanco, pasó por la tienda de Dolores Jáuregui.
La Policía despeja las dudas: se trata del general José Manuel Pando.
Pando, ex presidente de la República, fundador y jefe del Partido Liberal, mayor general del Ejército boliviano y general de división del Ejército del Perú, una figura popular de la nación, vivía en su hacienda Catavi, a un día de camino de La Paz.
Se dedicaba allí a la agricultura, elaboraba vinos y producía aguardientes. Partió de su fundo el jueves 14 de junio de 1917 para celebrar en la ciudad la boda de unos parientes. Dos familiares suyos, residentes en La Paz, declaran que tanto el caballo como la montura pertenecen al expresidente.
La Policía organiza una gran expedición y encuentra en Achocalla el cuerpo sin vida del político.
El jueves 21 de junio de 1927 El Tiempo, a ocho columnas en portada y una fotografía del héroe, informa de la “trágica” muerte del mayor general José Manuel Pando y demanda: “…que se establezca la verdad de lo ocurrido mediante la prolija averiguación por las autoridades judiciales”.
La muerte de Pando, fallecido a la edad de 68 años, arremolina a cientos de personas en las imprentas para conocer más detalles del caso.
La Policía interroga a Juan Jauregui, hijo de Dolores Jauregui, en cuya tienda estuvo el general Pando la noche del viernes 15 de junio de 1917. Se cree que Pando murió allí y que fue trasportado su cadáver hasta la cañada de Achocalla, para simular un embarrancamiento.
Los hermanos Juan y Alfredo Jauregui son detenidos. A ellos se suma Néstor Villegas, dueño de la casa donde funcionaba la tienda de abasto de Dolores Jáuregui, y Simón Choque, guardavía y telegrafista del ferrocarril.
El día en el que murió Pando, Alfredo estaba muy lejos de los fatales sucesos.
25 minutos antes de la ejecución
Desde las primeras horas de la mañana, miles de personas ocupan los alrededores del campo señalado para la ejecución. A las 08.30 ingresan los automóviles con los reos. Descienden todos. Alfredo viste de negro. Tiene en la mano derecha un crucifijo. No cesa de repetir el Padre Nuestro.
A dos pasos del patíbulo solicita el uso de la palabra.
– Como quisiera que el espíritu del general Pando se presente en este trágico momento y diga: Retiradlo del patíbulo, porque no es mi asesino. Dios mío, imploro tu justicia ya que en el mundo no la he encontrado.
Al concluir sus alegatos, se despoja del abrigo y las polainas, desabotona su chaleco, desvía hacia un costado la corbata y muestra la blanca pechera de la camisa.
Rodeado de los sacerdotes, Alfredo se sienta en el patíbulo. Dos carabineros se acercan a él y le envuelven el cuerpo con una cuerda.
Se escucha entonces la voz fría y aguda de Juan.
– Hermano, no tienes que humillarte, ni acobardarte. Eterna maldición para los que te condenan.
08.56, un minuto antes
El sentenciado tiene el pie derecho en el suelo y el izquierdo se mece con lentitud. Se apoya completamente contra el tablón, cruza las piernas, levanta el brazo derecho y pide a Sáenz:
– Esta soga que me quiten, padre.
No hay tiempo para atender la súplica del Alfredo. La columna de carabineros, con las armas apuntando, cumple con disciplina la voz de mando de su comandante que baja la espada y ordena: ¡Fuego!
Alfredo repite el Padre Nuestro cuando la mortal descarga destroza su pecho.
Un sargento se desprende del pelotón de fusilamiento, y se dispone a disparar el tiro de gracia, pero entonces alguien grita: “No es necesario”.
El joven Alfredo Jáuregui fue fusilado a pesar de su comprobada inocencia.Acusado del
“horrendo crimen” del gran héroe, general de los ejércitos de Perú y Bolivia y expresidente
José Manuel Pando, pasó una década en la cárcel, desde sus 16 años.
El día más feliz, 11 horas antes
Alfredo ha estado en prisión diez años, cuatro meses y 15 días. Esa cuenta la tenía en el manuscrito que escribió y que los guardias le arrebataron.
– Y aún –le recuerda al canónigo Teodosio Sáenz– once horas me restan de vida, que no quedarán en mis memorias.
Ambos conversan a la tenue luz de una vela en la Celda de la Muerte y Alfredo, invariablemente, habla de las penurias de su existencia.
Una quietud inmensa y el piadoso manto de silencio reina en el penal. Teodosio susurra apenas y le pregunta cuándo es que fue feliz.
Alfredo Jauregui parece hacer abstracción total de la angustia suprema que vive, sonríe y se sumerge en el mundo de los recuerdos. Habla de manera franca y abierta y una a una va evocando horas que fueron dichosas para él.
– Hace 12 años la población de Achocalla fue sacudida por uno de los mayores sucesos deportivos. Se esperaba la visita de los campeones de futbol de La Paz. Habían ofrecido jugar un match con los nuestros. Era para entonces yo capitán del único equipo que armaron los vecinos del pueblo, contagiados de la fiebre deportiva.
El padre escucha, atento, sin interrumpir el relato.
– El match estaba pactado en las proximidades de la laguna de Achocalla. Tenía 15 años y en mi humilde persona habían cifrado los vecinos todas las esperanzas.
Alfredo ríe espontáneamente, sus ojos se iluminan; el padre Sáenz también sonríe.
– Y agigantándome, multiplicándome, hice derroche de esfuerzo. Fui aplaudido, me abrazaron con cariño, se alabó mi valentía, mi destreza.
Respira hondo, hace una pausa, la nostalgia lo invade y concluye:
– Ahora, el destino me ha puesto en la tortuosa senda que faltamente ha de concluir junto al patíbulo. Pero un día, sí, un solo día, fui feliz, muy feliz.
Mac
Fuente: ABI