El reconocimiento singular de la dignidad se convierte en una gentileza inalcanzable. En la guerra, pero en serio, no hay margen para respetar ningún rubor íntimo. La ética se mide exclusivamente en proporciones burocráticas. El ser humano es reducido a la condición anónima de cifra en la estadística de la muerte. Es un número, no una vida – ni siquiera una muerte…
Para ilustrar la idea veamos una cita en el último libro de Antony Beevor. Es el testimonio de un soldado ruso a cargo de una “fosa común” en la Primera Guerra Mundial. Dice así:
“Recogimos los cadáveres del campo de batalla y cavamos un agujero de treinta brazas de largo por cuatro brazas de fondo. Los metimos allí, pero como ya era tarde, solo cubrimos la mitad de la fosa de tierra, y dejamos la otra mitad para la mañana siguiente. Dejamos a un centinela a velar y resultó que uno de los muertos salió de la fosa por la noche y nos lo encontramos sentado, en el borde. Algunos otros se habían movido y dado la vuelta porque no estaban muertos, solo conmocionados y heridos por la explosión de los proyectiles pesados. Es algo que pasa con frecuencia”
Nótese que lo espantoso se vuelve risible.
Fuente: Roberto Barbery Anaya.