El frustrado golpe de Pedro Castillo en Perú, que terminó en una autodemolición exprés de su gobierno, abre la oportunidad de reflexionar sobre las relaciones entre Ejecutivos y Legislativos, y a discutir la pertinencia de continuar con los esquemas institucionales predominantes en América Latina, donde los presidentes suelen tener primacía sobre los parlamentos.
La historia de los presidencialismos en la región está plagada de ejemplos de autogolpes rápidos (Fujimori, Terra y Bordaberry) y también de otros en cámara lenta, como los realizados en Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
En Perú, la inestabilidad de los últimos años tiene que ver con una indefinición de su sistema constitucional, que no termina de ser totalmente presidencial ni parlamentario. Quizás la mejor alternativa para el vecino país sería normalizar la caída de jefes de gobierno –primeros ministros responsables ante el Congreso– y dejar a los presidentes o jefes de Estado reducidos al rol honorario/ceremonial que tienen en las repúblicas parlamentarias, a la manera de los “monarcas que reinan pero no gobiernan”.
El parlamentarismo puede ser el antídoto para tantos proyectos autoritarios y populistas en la región, que suelen hacer pie en un reforzamiento de la autoridad presidencial. El argumento fácil contra el sistema parlamentario –la inestabilidad– se contesta con una rápida mirada a las experiencias europeas, donde si bien hay casos como el italiano, ciertamente aquejado de ese problema, en otros países como Alemania la república parlamentaria suele dar certidumbre y estabilidad.
Para esto, existen múltiples mecanismos que van desde la censura constructiva hasta la limitación de las mociones destituyentes que puedan realizarse en cada periodo de gobierno.
Otra vía reformista posible para superar los presidencialismos fallidos sería la esbozada por Luis Almagro, en un artículo publicado en marzo pasado en el semanario montevideano Crónicas, que pasó mayormente desapercibido –o incomprendido– en el continente. Allí, el secretario general de la OEA proponía como alternativa la implementación de Ejecutivos colegiados, tomando por modelo lo aplicado en Uruguay en dos etapas del siglo XX.
El Consejo Nacional de Gobierno como sustituto de la presidencia es un dispositivo de coparticipación o cohabitación entre dos fuerzas políticas, y en el caso uruguayo contribuyó a dejar en el pasado el ciclo de cruentas guerras civiles entre los dos partidos fundacionales, blanco y colorado.
En cualquier caso, se trata de hacer el esfuerzo de pensar “fuera de la caja” para buscar alternativas a realidades recurrentes, que conforman una suerte de laberinto del que la región no termina nunca de salir.
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Fuente: Emilio Martínez – publico.bo