Sobre el libro «Con las armas, el Che en Bolivia»

Carlos D. Mesa Gisbert

 



Acabo de leer “Con las armas”. Me ha dejado sin aliento. Igual que dice Juan Ignacio Siles en la introducción del libro, estaba convencido de que no se podía decir nada nuevo sobre la presencia del Che en Bolivia, que todo había sido escarbado, pero no. Su autor, Gustavo Rodríguez, prueba -una vez más- el éxito de la combinación de escudriñar hasta la obsesión, hechos, circunstancias y detalles que -por nimios que parezcan- explican muchas cosas y la tarea de reconstrucción histórica de gran alcance. Da la impresión de que no hay un día, desde la llegada de Guevara a La Paz, que no esté contado en estas páginas.

Como apunta Siles, el registro de esta obra es muy distinto a “Teoponte” (libro monumental de Rodríguez sobre la guerrilla de ese nombre), más distanciado, menos comprometido emocionalmente. Logra, y esto es lo que más me ha impresionado, un equilibrio tal que el retrato de la tragedia está en manos de quien lee. Algunas pinceladas lo colocan más cerca de la guerrilla que del ejército, pero no alteran el método. Lo destacable es que el hombre sabe narrar, lleva la crónica en las venas sin menoscabar un ápice el carácter histórico, avalado por la abundancia hasta la asfixia de notas de las fuentes primarias y secundarias, o explicativas y valorativas de lo afirmado.

Por primera vez creo haber comprendido integralmente la naturaleza exacta de tan curioso, como dramático y terrible, episodio de nuestro pasado. Es increíble que el tamaño gigantesco del hombre-mito pueda haber sobrevivido a este desastre. Mal ideado y conducido, un movimiento absurdo, precario y planteado con el nivel de un principiante desde donde quiera mirarse. Es, en verdad, la historia de unos enajenados y desarrapados combatientes en medio de la nada en camino hacia la nada. Una guerrilla con una pretensión desmesurada, fuera para Bolivia (que no lo era), fuera para vietnamizar América Latina.

Lo más estremecedor, sin embargo, es que del lado del ejército la situación no era diferente. Preparación mínima (cargando el absurdo mecanismo de la guerra convencional), soldados inexpertos y bisoños, pesimamente equipados, en ocasiones tan muertos de hambre como los enemigos, con mandos desorientados y con una tendencia a los excesos y los abusos como método. Son patéticas las  veces que los soldados (lo de “soldaditos” es un término peyorativo condescendiente para referirse a las tropas bolivianas) no aguantan un embate armado y huyen.

Ni que decir del escenario de la guerra, más allá del endiablado contexto geográfico inhóspito y hostil, la pobreza  -o más bien miseria- de los campesinos y habitantes de pueblos y comunidades dispersas, es un testimonio -aún vigente- de las condiciones de una nación desarticulada, desvertebrada, con espacios gigantescos librados a su suerte, con una población mal nutrida analfabeta, olvidada… Qué iluso suponer que en ese contexto era posible comunicar, convencer, seducir para el enrolamiento y el crecimiento “espontáneo” de la guerrilla. Eran -y son- dos mundos mediados por un abismo.

Se puede adivinar desde el primer momento la irresponsabilidad de la dirigencia cubana. No fue un abandono, fue una suma de inconsistencias, fue no entender la diferencia gigante entre la pequeña isla y el continente desmesurado que se pretendía subvertir. Si los unos, los guerrilleros, quedaron aislados e incomunicados de “Manila” (La Habana) al poco tiempo; los otros, el ejército, estuvo mal comunicado desde el primer día.

La dramática ruta al desastre de dos columnas perdidas e incapaces de prever nada, va agudizando su fatal desenlace, al contrario de los militares que si primero caen como incautas ovejitas en sus refriegas con los guerrilleros, poco a poco van aprendiendo lecciones y acaban aplicando los mismos métodos de la guerra irregular y revirtiendo completamente el escenario bélico.

Está muy clara en el texto la evolución de la presencia de EE.UU., desde un comienzo de dudas hasta el entrenamiento de los rangers en La Esperanza (Santa Cruz). Fue una intervención importante, pero no decisiva. Más temprano que tarde con gringos o sin gringos, el Che iba a caer y su aventura desbaratarse. Su asesinato, se deja entrever, fue decisión del presidente Barrientos y los dos más altos jefes de las FF.AA: Ovando y Torres, aunque es obvio que a los estadounidenses ese crimen les vino muy bien.

Hay algunos personajes particulares. Rodríguez tiene debilidad por Tania y a través de ella (buena parte está tomada del libro que escribió sobre ella), describe muy bien el lazo (si así se puede llamar) de la “preparación” urbana. Es la historia personal de una pasión ideológica, un desamparo psicológico y un trato machista a la hora del comabte. Desairado papel de Debray y Bustos, muy bien explicado. Sobre los héroes, probablemente lo fueron en esa macabra lógica del martirio que proponía irracionalmente el Che con la tesis del hombre nuevo. Lo fueron también algunos de los militares que consiguieron la victoria.

Gustavo da de vez en vez pinceladas de contexto ideológico que permiten entender muy bien los móviles de los protagonistas del conflicto. Mantiene la adecuada distancia en el pleito entre Estanislao y el Che, entre el PC boliviano, Moscú y el delirio castrista…

Finalmente, la radiografía del Che la hace él mismo, diario y rabietas mediante. Sus último meses, agobiado y casi agonizante por el asma, son terribles a la vez que reveladores de la total falta de previsión (el desmantelamiento de su campamento central y las cuevas con documentos, armas, pertrechos y medicinas, así lo confirman). Es un literal vía crucis a la derrota y a la muerte inevitables.

Con ventaja, este libro (y hay cientos sino miles sobre la cuestión) da -por fin- un panorama total, descarnado y veraz. Las múltiples versiones que recoge el autor en todos los temas polémicos con solvencia de historiador dominado por las fuentes, son ejemplares de un trabajo serio.

Es tan penoso todo que si sacamos al Che del escenario, nos quedamos casi con una dramática caricatura.

No puedo menos que concluir esta breve nota felicitando a Juan Ignacio Siles y Víctor Orduna por el trabajo ímprobo que hicieron, una labor titánica en ausencia de Gustavo, para que el rompecabezas de notas y precisiones  históricas -tantísimas- quedara bien armado.

¡Un libro con Mayúsculas!

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Carlos D. Mesa Gisbert