Piojos en el encéfalo

Esta foto me trae recuerdos de mi inquietísima niñez cuándo una vez volví cundido de piojos de mis chiveríos en el colegio.

Mi santa madre -previa rociada de una lata de alcohol Santa Cecilia (infaltable ítem doméstico en casa)- me amarró el tari con una toalla para matar por intoxicación a mis okupas. La toalla era blanca como la nieve del chapare, así podía apreciar mejor si los toros, piojos y liendres que caían en ella, luego de una sacudida atroz y feroz (que hasta mis ojos intercambiaban de lado), en vez de morir, sólo estaban turumbas por el yemazo.

Constatada la farra y no la muerte, es decir la farra estuvo la muerte, con las uñas arremetió con una vehemencia propia de las madres en la defensa de la integridad de su escuincle, mezclada con una preocupación por el qué dirán de tener un piojoso en la casa y encima andante, lo que me convertía en peligro para la salud pública por tener la capacidad de propagar exponencialmente esa colonia de voraces parásitos que hacían de mi cabeza su chaco. Más o menos como esa horda de tucuras humanas relocalizadas en nuestra chiquitania, esas que nos corroen y carcomen desde nuestros intestinos.



Ojalá la ministra Rigoberta Prada Menchú esté haciendo el mismo tratamiento para aniquilar sus piojos, pero a esos que tiene en su cerebro. No me quiero ni imaginar la picazón.


Fuente: Leonardo Leigue U.