Ningún flojo…

El gran filósofo del liberalismo, Adam Smith, era partidario de que el pueblo elija gobernantes flojos. El autor del libro más importante del pensamiento liberal “La riqueza de las naciones” decía que los pueblos se hacen ricos en los lugares donde los políticos son perezosos y dejan que el trabajo lo haga la gente, las empresas, los individuos que se dedican a crear, producir e innovar, mientras que la miseria de impone donde los líderes lo quieren acaparar todo, al extremo de que se dedican a estorbar, prohibir, imponer restricciones e incluso proscribir la propiedad privada, con el cuento de que el estado proveerá, la mentira más grande de la historia.

Lamentablemente, los políticos tienen todos los defectos imaginados menos la pereza. El peor de ellos es la arrogancia y eso los lleva a creerse superhombres, capaces de hacerse cargo de la planificación, la producción y el bienestar de los ciudadanos, a los que consideran seres inferiores, sin capacidad para enfrentar los desafíos de sus propias vidas.

Para conseguir semejante “hazaña”, es decir, convencer a todos de que son unos minusválidos, tienen que ser muy abusivos, someterlos con las armas, con la coerción económica y especialmente con la “educación”, el mejor instrumento de sometimiento conocido en la humanidad. Es tan efectivo, que hace perder a los individuos la conciencia de que son esclavos en pleno siglo XXI y que le deben pleitesía a un tipo que reivindica públicamente el robo, que compró libreta en un colegio para poder graduarse de bachiller y que encima debe disculparse con él para evitar la venganza despiadada.



Precisamente ese es el peor de los defectos de los políticos. No perdonan a nadie, son tremendamente rencorosos y llevan el odio a extremos irracionales, pues si le permitieran a cualquiera insultarlo en la calle, cuestionar sus actos, criticarlos y cuestionarlos, inmediatamente se prende la llama de la revolución, la única posible en la humanidad y que consiste en tomar conciencia de que los políticos son innecesarios, son inútiles y perjudiciales para la sociedad. Eso los vuelve extremadamente peligrosos, especialmente para un sujeto humilde que se atreve a lanzar una palabra incómoda.

Los políticos son terroristas por definición y no hablamos de matar ni de cometer atentados (eso lo hacen los tontos y los desesperados), sino de usar el temor como herramienta constante de cohesión, de dominación y sometimiento voluntario. La reacción de pobre hombre que sale a pedir perdón, que exige clemencia para que nadie más resulte perjudicado por ejercer su derecho a la expresión, es la bomba más efectiva, pues en el futuro nadie más se atreverá a decirle sus verdades en la cara a ningún político por temor a las represalias.

Fuente: Eduardo Bowles