El tiempo

A Luis Fernando Verissimo primero se le ocurre que «su decisión» lo lleva de Porto Alegre a Buenos Aires para asistir al misterioso Congreso de la Israfel Society. Después piensa que si el Congreso hubiera sido en Baltimore, como suele ocurrir, hubiera estado fuera de sus posibilidades económicas asistir. Y si el evento no fuera en el mes de julio, lo cual es también frecuente, sus obligaciones laborales le hubieran imposibilitado viajar. Y si no fuera que a la tía Raquel la internaron imprevistamente en un asilo, hubiera tenido que quedarse a cuidarla. Y si su gato Alef no se hubiera muerto sin que intervenga la menor causa aparente, no se hubiera movido de Porto Alegre porque no había con quién dejarlo… Entonces, concluye, en tono risueño: “Las circunstancias de mi viaje a Buenos Aires, ahora lo sé, fueron armadas con el cuidado con el que se construye una trampa conociendo a la fiera. Pero el entusiasmo me cegó. Pensé que decidía…”

Verissimo le dedica su especulación a Borges, y por eso juega con estas dos interpretaciones filosóficas del tiempo. La de la voluntad y la del destino. Sin duda que la menos impopular es la segunda. En ella se basan casi todas las religiones y la mayoría de los sistemas ideológicos Modernos, que presumen una distancia de las religiones. Por eso Octavio Paz se refirió a estos sistemas como una especie de “religiones seculares”. Uno de los últimos capítulos de estas religiones seculares lo escribió hace unas décadas Francis Fukuyama, cuando siguiendo los razonamientos de Hegel, sostuvo que había una dirección en la Historia que nos conducía al Liberalismo. Poco antes había estado de moda el fatalismo Marxista, que proclamaba como verdad científica la hipótesis de que el mundo llegaría a una “sociedad sin clases”. Y antes… Bueno, se trata de variaciones religiosas mal sublimadas, que tienen su origen en la idea popular de que Dios ya lo escribió todo y que la voluntad humana se reduce a cumplir su designio – el sino pretende abarcar la organización colectiva y la trayectoria individual. Es sólo una diferencia de escala.

La otra tradición filosófica, aunque también es antigua, adquiere progresiva importancia recién en los dos últimos siglos. Es antigua porque tiene como referente en la filosofía occidental a los Sofistas y, entre ellos, como un hito, a Protágoras, con su máxima: “El hombre es la medida de todas las cosas; de las que existen, como existentes; de las que no existen, como no existentes.” Sin embargo, más allá de aportes como los de Leibniz y Schelling, es recién con Schopenhauer y, sobre todo, con Nietzsche, que la voluntad humana comienza a erguirse filosóficamente frente al determinismo metafísico. Cuando el mundo empieza a entenderse como “voluntad y representación”, para decirlo en términos de Schopenhauer. Cuando empieza a reconocerse que la principal manifestación del ser es la voluntad, para decirlo en términos de Nietzsche. Cuando empieza a plantearse el debate entre “esencialistas” y “existencialistas”. Y cuando se incorpora, también, con alegría, la soberanía del azar…



¿Quién es el dueño del tiempo – al menos de «nuestro tiempo», singular y actual, aun más allá de las circunstancias? ¿Una voluntad metafísica o uno mismo?

¿Y las circunstancias, en última instancia – volviendo al «Origen», a «nuestro Origen» – son producto de la fatalidad o del azar?


Fuente: Roberto Barbery Anaya.